Zweig: contra el demonio del nuevo siglo

Cuando muchos coinciden en el análisis de una situación, no estamos necesariamente ante la verdad última, pero sí ante la construcción más duradera del mito que, en algún momento, (en)cubrirá lo real de un modo definitivo. Stefan Zweig relató la historia de su mundo, de su país, de su cultura, y creyó en el derrumbe de todo eso cuando irrumpió Hitler. Como tantos otros, huyó de su país y de su continente, pero a diferencia de la mayoría, no hubo para él un refugio posible.

Coinciden los autores en relatar que su exilio fue imposible, que nadie puede refugiarse de su propia vida. Huir de la guerra fue, en su caso, tanto o más fatal que haberla enfrentado. No lo sabemos, pero las crónicas de su viaje nos sugieren esta posibilidad.

Los hechos son una cadena trágica: Zweig huyó de su país desde el comienzo de la guerra y, tras dar conferencias en varios países, se establece en Brasil en 1941. Pero el dolor por lo irremediablemente perdido pudo más, y finalmente se suicidó con su mujer en Petrópolis, en febrero de 1943, cuando creyó inminente el triunfo de Hitler.

Stefan Zweig dejó las memorias de un país parecido a Austria pero que ya no existía en el momento de la descripción. Un país extraordinario pero anacrónico, de una inocencia hostil al nuevo siglo: quienes entran a la Gran Guerra no saben que están ante las batallas del exterminio; todavía creen en ejércitos decimonónicos, de trajes coloridos e impecables, que miden su poder en el extremo de una moral que aún obedece a algo parecido al humanismo. Pero esa primera guerra tendrá un rostro terrible, intolerable para esta generación.

Quienes fueron testigos del furor inédito en 1914-18 ya sabían que admitir una Segunda Guerra era desatar un demonio que borraría sus identidades, que obligaría a la humanidad a redefinir su propia condición. Incapaces de apartar a sus contemporáneos de la ceguera, esos pacifistas de la primera posguerra tuvieron que luchar contra una bestia desatada mientras sufrían el exilio, y huir sin ninguna certeza del destino que atestiguaban. Esta huida llegó, en el caso de Zweig, hasta el extremo de una desesperanza irremediable.

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